domingo, 20 de diciembre de 2009

24. Qué grande es ayudar al débil...

E. está leyendo una rima de Bécquer en clase. Con su voz tierna de niña que finge no saber nada aún de la carne y sus placeres le da un aire tan infantil, tan inocentón, que a veces resulta demasiado azucarado. Le recomiendo que piense, para inspirarse, en algún actor guapísimo, en el chico que le gusta, en el amor de su vida que está esperándola a la vuelta de la esquina. Sus diecisiete años me miran cabreados. No les gusta que les digan lo que hacer, que les hablen del amor o que los hagan pasar por no iniciados en el tema carnal. Se enfada y deja de leer, ni mal ni bien. El silencio me invita a preguntarles por qué es la pasión un tema tabú para ellos. El primero en responderme, V., siempre entra al trapo de cualquier discusión para soltar cuatro tonterías malpensadas, soliviantar al resto del aula y reventarme la clase. Así que le corto antes de que diga la primera insensatez y le pregunto a A., mucho más sensato para intervenir en los debates. “Los que han hecho algo, no lo van a decir por vergüenza y por si se enteran sus padres. Y los que no… por no hacer el ridículo. Supongo”. Se ríe V. con su círculo de palmeros entregados a hacerle la pelota. “V. – le pregunto- ¿te ríes porque estás entre el primer grupo?”. No me escucha porque está pensando la forma de dejar en ridículo al pobre A., como siempre, y responde decidido: “No, no, yo no”. Le sonrío, enseñando el colmillo. “Ya me parecía a mí, V., ya me lo parecía a mí”. A. rompe a reír sin poder contenerse y el resto del grupo se va uniendo poco a poco. V. se cabrea: “Profesora, no puedes decir nada de mi vida privada. ¡Nada!”. “Pero si tú lo dices todo, V. – le respondo encantada- Procura no darnos tanta información. ¿No te das cuenta de que no podemos digerirla sin indigestarnos?”.
... a crecer hasta volverse gigante".

miércoles, 16 de diciembre de 2009

23. Humo y ceniza.

A pesar de que dejé de fumar antes de cumplir los diecinueve, hoy tengo el día tonto y me acerco al estanco como si no fuera a comprar nada o como si no fuera realmente para mí. Y regreso a casa con un trozo de pasado metido en una cajita de latón. Abro la puerta excitada, me descalzo a toda prisa y me tumbo en el sofá, cenicero sobre la tripa. Enciendo uno, buscando una reminiscencia de otros tiempos, el recuerdo de aquellos con los que compartí humo e inquietudes, aquel fumador que nunca quiso oírme hablar de romper con el tabaco, hasta que fui yo quien rompí con él.

Fumar es malo. Mata. A veces lo hace a golpe de recuerdos.

sábado, 12 de diciembre de 2009

22. Despierta de tu sueño, princesa,...

Se casa R. convencida de su buena suerte. Desde luego, parece mentira lo que cambia la gente de opinión según se les vaya presentando la vida. Cuando era estudiante de Pedagogía no dejaba de insistir en su tremenda vocación, en su interés en irse a un país del Tercer Mundo –nunca nos dijo a cuál-, y enseñar a toda criatura viviente a leer y escribir. Porque ¿qué clase de percepción del mundo puede tener un niño que no sepa eso? El tema de la alimentación y el de la sanidad no eran tan preocupantes porque, según ella, todo, absolutamente todo radica en la educación. Y me temo que lo que pretende con esta boda-castigo es enseñarnos a todos cómo una mujer inteligente puede perder totalmente la cordura.

Mi primera sorpresa llegó cuando L., el novio, nos dijo que la mayor ilusión de R. era ser ama de casa y tener muchos niños. Nos explicó que su familia –joyeros durante varias generaciones- era muy tradicional y que nunca hubiera aceptado una boda que no tuviera esos aires clásicos. Además, era una suerte encontrar a una mujer con esa buena formación – Licenciatura, tres idiomas, varios cursos de formación complementaria y un máster casi terminado- y que no tuviera ninguna aspiración profesional. ¿Qué tendrá este tipo?, pensé yo.

La segunda sorpresa fue el padre del novio. Un señor muy elegante, de esos que saben llevar el pañuelo de raso en el bolsillo y que, para estar por casa, se calzan un batín con toda elegancia. Nos presentó a su compañera. ¿Compañera? Sí, sí, porque el caballero había dejado a su mujer hacía unos cinco años y se había ido a vivir con la compañera, una treintañera monísima, quizá un poco cargada de oro para mi gusto. “¿No decías que en tu familia erais muy tradicionales?”, le pregunto sin poder contenerme. R. me mira aterrorizada. Me saca de la habitación y me pide por favor que me calle, que no le estropee la boda, que es la ilusión de su vida, etc., etc. Y yo callada, callada. Como si fuera una muñeca de trapo.

Hubo varias sorpresas más –y las que nos quedan todavía, presumo- pero R. está, como ya he dicho, convencida de su buena suerte. Y lo explica con una naturalidad pasmosa, aludiendo a sus sueños juveniles. Y es que, ¿acaso ella no puede enseñar a leer y escribir a sus propios hijos? ¿No puede explicarles que hay un Tercer Mundo para que ellos acudan en su ayuda en forma de médicos o ingenieros? Y, en el peor de los casos, si sus hijos encuentran a una chica y pueden tener una buena boda, ¿no es eso algo que puede traer grandes cosas a la humanidad?

A esta R. la han deslumbrado con el brillo de los diamantes de sus joyerías y nos ha perdido totalmente el juicio. Rogamos que vuelva en sí antes de la boda del siglo porque, si lo hace después, se volverá realmente loca y no sabemos si ese estado será ya reversible.
... antes de que pueda hacerse realidad".

domingo, 22 de noviembre de 2009

21. "Quizá bastaba respirar, ...

Nos cruzamos cuando yo me apeo del autobús que baja del hospital y se esquivan nuestras miradas sorprendidas. Ya hace mucho tiempo desde el último concierto que dieron nuestras bocas entrelazadas. ¿Lo recuerdas tú? Yo aún sé cómo se baila sin un zapato. Sigo saltando en mi memoria sobre las camas gemelas de cerezo de la casa de tu familia. Y tu madre, aprisionada tras el cristal, aún me mira desde la chimenea, quizá pensando que su hijo no debería relacionarse con jovencitas así.

Nosotros… ¿Desde cuándo no nos hemos englobado en palabras tan hermosas? Siglos enteros manteniéndonos en la órbita del otro, leyendo los mismos libros, acudiendo a los mismos lugares… y sin lograr coincidir. Y esta tarde, de pronto, el destino trenza nuestros caminos de esta forma tan absurdamente natural. Sin embargo jugamos a no reconocernos. Qué extraños nos hemos vuelto. No nos reconozco.

¿Nos recuerdas? En el teatro de la ópera nos citamos en una cervecería del casco antiguo y llegamos vestidos de etiqueta, como dos payasos de circo, para enredarnos en besos vergonzosos entre los que no nos permitimos tomar aire para preguntar. Cierro los ojos mientras tú tocas el piano de tu padre y me dices que nadie de tu familia ha acudido nunca al conservatorio. Siento la hierba húmeda y fría de la noche en mis pies mientras me balanceo en el columpio oxidado del jardín. Tú estás fumando, apoyado en la estructura y me sonríes cada vez que señalo una estrella y la bautizo para ti. No puedo dormir en esta habitación enorme, tan llena de vacío, en una casa extraña, tan lejos de todo lo que yo creía conocer de ti. Y me escabullo de las sábanas que nos juramos no compartir. El sol aparece cuando yo ya no estoy.

Desde que terminé la universidad y crucé la línea para pasarme al otro bando ha pasado tanto tiempo… Sin embargo, creo que jamás podré dejar de perderme en el abismo infinito de tu oscuridad, intentando iluminar tus rincones más tenebrosos. Aunque sea a través del recuerdo.

Finjamos, pues. La vida nos espera.
... sólo respirar muy lento".

sábado, 21 de noviembre de 2009

20. "En la música todos los sentimientos vuelven a su estado puro...

Toca el piano de una forma tan tierna, acariciando las teclas con las yemas de los dedos, como si tuviera la extraña capacidad de erizar el vello de la nuca de las damas sólo con su música. Cierra los ojos para perderse en el reino de las notas y yo le observo relajada, como si este invernadero frío fuera un buen lugar para pasar una tarde lluviosa de noviembre.

Él ensaya siempre como si se tratara de un recital en el mejor teatro de Europa. Tan serio, tan lejano que te da la impresión de que por mucho que te acerques a su piano, nunca podrás tocarlo. Y no es por estar rodeada de gélido cristal por lo que las palabras se congelan en mi boca. Es por esa actitud severa y dulce, por ese rictus de su labio inferior, por el movimiento débil de sus cabellos.

Le paso las páginas de la partitura que ya ni mira. Aprovecho para observarle de cerca, como si de una extraña criatura se tratase. Él sigue ajeno. Siempre distante. Como si sus zapatos no pisasen la tierra por la que los demás nos movemos con dificultad, arrastrándonos en ocasiones.

Cuando era niña, yo siempre soñaba con su música. En mis sueños, volaba por el cielo de mi ciudad, atravesaba la costa entre las nubes y me detenía de vez en cuando a descansar en algún tejado. Al despertar, ansiosa por contar mi aventura, corría hacia mi padre, que desayunaba en el comedor mientras leía la prensa. “¡Papá, papá, he volado con tu música, he volado con tu música!”. Y me acariciaba el pelo con ese aire ausente y misterioso con el que tocaba en las noches de concierto. “El mar estaba oscuro y la luna era una señora muy gorda, con unos anteojos dorados para ver bien el foso”. Conservo su sonrisa sepia junto a los retazos en blanco y negro de mis sueños infantiles. Quizá por eso regreso inevitablemente a cada uno de sus ensayos, coloreándolos, recuperando la capacidad de volar para perderla de nuevo en cuanto se haga el silencio.

... y el mundo no es sino música hecha realidad".

viernes, 20 de noviembre de 2009

19. ¡Cuidado con ese príncipe, ...

Mi amiga L. es una soñadora. Me resulta complicado en la mayoría de las ocasiones en las que compartimos mesa y mantel, no reírme a carcajadas de alguna de sus ideas o no mirarla con los mismos ojos con los que miro a alguno de mis pupilos. Y es que L. se cree que colgándose de una cuerda y saltando por un puente o tirándose de una avioneta, acelerará su encuentro con el hombre de su vida, más conocido como “Príncipe Azul”. Y le regalo las mayúsculas porque ya no es un cliché para nosotras, sus amigas, es un tío tan real como nuestros novios o maridos y creo que, en ocasiones, nos extrañamos de que no llegue a los postres, la salude con un beso y se siente a charlar con nosotras.

Este novio principesco de L. lleva acompañándola desde el poderoso mundo de su imaginación desde que era poco más que una adolescente y he de reconocer que ninguno de sus novios reales pudo ganarle ni un asalto. Y es que lo de la corona de virtudes es insuperable. El caso es que no es una fantasía sin más, sacada de un cuento de hadas que recordásemos de la infancia. L. conoció a un hombre interesante y culto, mucho mayor que ella, con dinero y apellido, vamos, el tío relucía en azul principesco a los ojos de mi amiga. No resultó nada bien el conato de relación. A este príncipe digámoslo así, no le iban las doncellas. Ni pensaba en rescatarlas, probarles un zapato y mucho menos en casarse con ellas. Así que L. se deprimió muchísimo cuando se enteró por unos compañeros de trabajo del pie del que cojeaba su príncipe-rana y, como se veía incapaz de volver la página de esa historia y comenzar otro cuento, revistió al pobre infeliz de un montón de cualidades de las que carecía y, lo más importante, recogió todo su azul perdido y se lo tiró por encima hasta dejarle ridículo como un pitufo.

Esta tarde nos tomamos un vienés en una terraza del centro, aprovechando que unos tímidos rayos de sol han vencido por unos momentos al frío del otoño. L. está muy nerviosa y a la vez, muy triste. Perdida en un pozo interior del que no habrá príncipe que la rescate. Intentamos no preguntar, dejarle la libertad necesaria para hablar o callar, según sus deseos. Inevitablemente, C. se atraganta con un trozo de su croissant, sobresaltada por una de las noticias del periódico, y L. rompe a llorar de una forma escandalosa. El Príncipe Azul se ha casado. Y no con una princesa. Parece que la sociedad burguesa de esta ciudad se lo ha tomado con cierto escándalo y hay quienes afirman que si su severo padre levantara la cabeza, regresaría a escape al cementerio al conocer tal noticia. L. nos va desgranando toda la información de la que dispone, muchísima más que muchos biógrafos, estoy segura, y entre lágrima y suspiro, comienza a escapársele la risa. Una risita infantil, traviesa, un tanto cruel en ocasiones.

De camino a la plaza, donde cada una toma su camino, le recuerdo a L. lo de siempre, nuestra particular letanía. “Los príncipes azules no existen”. Le explico que más vale que esté preparada para rescatarse a sí misma en caso de necesidad, que se compre el zapatito de cristal con su Visa y el solitario o las dormilonas, como premio después de cerrar una buena venta. Ella sonríe. Por un tiempo imagino que se olvidará del color azul y pintará sus ilusiones de rojo o de verde.

... que destiñe!"

jueves, 19 de noviembre de 2009

18. El viento que hoy araña mi rostro...

Qué extraño me resulta encontrarme con J. después de tantos años. Estas casualidades de fin de semana me vuelven siempre el lunes del revés. Y es que este tiempo que se ha deslizado entre el día en el que yo cogí mi paraguas y salí del Toulouse, debatiéndome entre la libertad y la condena de la culpa; ese tiempo es denso, es fuerte y huele a viejo, a momentos que no han de volver, que uno tiene encerrados en el baúl de la memoria y no quiere que vuelvan a ver la luz del sol.

El caso es que el J. adolescente tenía un encanto del que ahora carece, al menos para mí. Aquella forma en la que movía las manos, con cierto desvalimiento, acompañada de un parpadeo débil, de una sonrisa castigada. Siempre envuelto en ropas negras, con barba de unos días y con las sempiternas ojeras bajos sus ojos verdes. Digamos que aquel J. tenía cierto aire romántico, torturado y apasionado que una jovencita devoradora de libros no podía resistir.

Ahora sólo es un hombre más que echa un vistazo a las estanterías de rock internacional. Sus dedos largos se pasean por las cubiertas plásticas de los discos y el chico que está a su lado no puede evitar perderse en los dibujos que ascienden desde su muñeca hasta la manga de su camisa. Resulta tentador preguntarse qué más habrá debajo, cuántas de sus historias se habrá dejado dibujar en su cuerpo. Absorto, ni se da cuenta de que yo me acerco sigilosa, intentando descubrir sus secretos. ¿Qué habrá sucedido en tantos y tantos meses? ¿Dónde habrá dejado su aire de rebeldía? ¿Lo habrá asfixiado con la corbata y la gomina?

Cuando se gira, yo estoy inmersa en mis pensamientos y no percibo su mirada perdida entre mi pelo. No me doy ni cuenta de la forma en la que el observador pelirrojo nos mira a ambos. Cuando regreso al mundo real de la tienda de discos, sólo me permite ver mi reflejo en sus ojos un instante antes de volverse y salir al otoño.

Tantos días perdidos en tantos millones de cosas. Tantos buenos momentos para ser recordados y, sin embargo, cerramos los ojos porque no soportamos el dolor cegador del final. Será que no me ha perdonado y yo tampoco. Será que ya no es quien yo conocí.

El otoño me aguarda con su cadencia muda. Voy a enfrentarme a él.

..., fue un día benévolo con él.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

17. "Cuando el menor de los hijos ya ha aprendido a no revolver la casa...

Si hay un hombre en el mundo capaz de desesperarme y de hacerme reír a la vez, ese es el padre de H. Armado con sus gafas, deslizables hasta la punta de la nariz si es necesario estudiar algún plano, y desarmado en las ocasiones en las que no le dejo subir al árbol de su razonamiento y le devora el león de mi argumento. Sagaz como un elfo e inquieto como una ardilla, no duda en ladrar a aquellos que son incapaces de comprender las palabras sensatas. Siempre dispuesto a deslumbrar con una sonrisa. Negativo hasta la tormenta de granizo más helada. Chispeante como el mejor cava. Con mil dudas en los bolsillos y algunas dificultades para transmitir el amor con el cuerpo que ha ido puliendo hasta aprender a dejarse llevar. Empático sin siquiera saberlo. Maestro en el arte de anotar, contar, sumar, - ¡qué rabia!- restar y, ojalá, multiplicar.



Siempre le digo que de mayor quisiera ser como su hijo P.


Y la verdad, de mayor yo preferiría ser un poquito como él.


... llega el mayor de los nietos a dejarla hecha un asco".

martes, 17 de noviembre de 2009

16. "El amor es un veneno de tan rara cualidad...

C. se enamoró como un niño, y eso que con los cuarenta cumplidos se prometió que se alejaría de diversiones mundanas y de sábanas extrañas. Quién le iba a decir a él que cinco años después, una niña de casi veinte derramaría su café con leche sobre su pantalón de la suerte, el que niega ponerse siempre que va a cerrar un acuerdo importante, y ni un grito airado se escaparía de su boca. No sé cómo le miraría o cuáles serías las palabras que pronunciaría aquella universitaria atrevida pero, seis meses después, nos arrastraban a todos a una boda ajardinada, terrible para los alérgicos al polen y a los cambios precipitados.

Ahora C. se esconde tras su cerveza en el Rompeolas. Él no ha nacido para la convivencia, me dice pesaroso. Él que había visto a tantas parejas destrozarse, que había sido, como quien dice, la tijera que había cortado el lazo de inauguración de sus nuevas vidas… Él, pirata libertario que temía a los compromisos, el que no sabía lo que significaba naufragar. ”¿Qué hice mal?” Quién lo sabe. Sería tan fácil hilvanar una explicación que comenzara restándole sus edades y que terminara con una reflexión sobre el tiempo que él ya había vivido sin ella y todo el que ella no viviría con él… El caso es que la quiere. Y probablemente ella también le siga queriendo a él.

Salimos al otoño frío para despedirnos frente al despacho de su fiel procurador. Tiene suerte de que ella no descubriera que su mala costumbre de perderse en las camas extranjeras nunca había desaparecido de su agenda. Digamos que ha podido salvar algunos muebles. Que ella no ha visto herida su dignidad. Aunque hay quienes dicen que los fines de semana de congreso en los que él estaba fuera, ella ahogaba las ausencias en los bares del puerto. Y por eso quizá no sea de extrañar que navegue ya por otros mares.

Le digo adiós con la mano. Siento la brisa del mar en el rostro. Sé que C. no ha encontrado consuelo en mis palabras. Sé que ya no lo encontrará en ninguna parte. Tanto tiempo sin haber sido mordido por el áspid del amor y, a estas alturas, ni es capaz de amar como desean, ni de olvidar y remendarse los jirones emocionales; y mucho menos, de dejar de ser quien es desde que recuerda, de tirar el cuaderno rojo, rebosante de pasiones, y practicar colocando otro cepillo de dientes al lado del suyo en el cuarto de baño.

..., que con el mismo veneno se cura la enfermedad".

lunes, 16 de noviembre de 2009

15. La niña bonita...

Tengo unas botas de colores que me colorean los pies en los días grises de llovizna. Salto en los charcos como si empapándome como a los quince, recuperara algo de su brillo ya vintage. Me cuelgo de las orejas los zarcillos que me regaló mi padre la tarde de mi graduación. Me pinto los labios con mi vieja barra de Tintoretto y regalo besos al espejo.

¿Dónde están aquellos que se fueron? ¿En qué estrella se quedaron distraídos? ¿Qué tela de araña los retuvo y no les dejó regresar a mis sueños? Los muertos viven para siempre en nuestros recuerdos. ¿Y el olvido, esa carcoma putrefacta que devora todo lo que hemos amado?

Me recojo el pelo con un millón de horquillas y dejo caer dos mechones sobre mi frente. Poso ante la cámara. Sonríe, sonríe. Mi voz interior me grita que puedo ser quien yo quiera, que puedo fingir hasta que me derrote el cansancio. Las lágrimas de la sensatez siempre llegan a mis ojos antes de que se esconda el sol. ¿Dónde se perdieron mis quince primaveras? ¿Qué mal invierno me las arrebató?

... tuvo miedo e, inevitablemente, se hizo mayor.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

14. "It can´t rain all the time"

Entra M. en el aula de informática envuelta en lágrimas, como una damisela en apuros, con los gestos apresurados y las mejillas arreboladas. Entre sollozos, dibuja algunas palabras para una de sus amigas que, consternada, intenta abrazarla sin demasiado éxito. El resto del aula mira a la pareja protagonista y, de vez en cuando, me mira a mí, esperando alguna reacción, la que sea, cualquiera que les sirva para criticar por los pasillos mi postura ante lo acontecido a primera hora, la del sueño, la de las serpientes académicas, los bulos y las primicias sobre las biografías del profesorado que, sin la menor duda, se propagarán en los cambios de clase durante el resto de la jornada.

El caso es que M. me produce ternura porque, aun habiendo captado a penas retazos a carboncillo, el boceto de su conversación húmeda, a media voz y entre los jadeos y la respiración entrecortada, sé lo que le sucede. Y lo veo reflejado en las miradas del resto de sus compañeros, conocedores ya de la noticia. Y sé, desde ese mismo instante, que mi reacción no les interesa tanto como el hecho de descubrir si yo soy capaz de enterarme de lo que ha pasado.

Qué puedo deciros, M. y compañeros… ¿Acaso creéis que los adultos nos caemos de los árboles con tres décadas en nuestros bolsillos? ¿Que no entendemos de emociones y no sabemos descifrar lágrimas jeroglíficas? No son las penas adolescentes de tan difícil discernimiento. Nada de eso haría que me ganara vuestro favor en este asunto. Y tampoco lograría recuperar la atención de ninguno de vosotros para la sesión de hoy.

Así que le pregunto a M. si desea ir al baño, si se siente mejor y si desea compartir con nosotros la causa que ha motivado su entrada, como si de una protagonista de folletín se tratara. Me preguntan qué es un folletín. Les invito a abrir sus navegadores y comprobarlo. Espero respuestas. Las comentamos. M. empieza a relajarse. Parece que la treta funciona. Y siguen investigando acerca de autores y obras, les pregunto si reconocen las características del folletín en algún elemento de los medios de comunicación actuales. Inician una nueva búsqueda, interrumpida por el timbre que indica el final de la clase.

Les escucho recoger más lentamente que en otras ocasiones mientras observo cómo fuera ha dejado de llover y los alumnos de Primer Ciclo salen de los vestuarios con el cabello empapado, corriendo y riendo, hasta que los pierdo de vista. M. se acerca y deja caer su carpeta sobre mi mesa a modo de saludo. “Me encuentro muy mal. Quiero irme a casa”. Rompe a llorar de nuevo mientras me explica: “Mi novio está con L. de 1ºB. Todo el instituto lo sabe... ¿Cómo voy a mirarles a la cara?”.

Escuchamos el timbre de segunda hora sin oírlo, mientras esperamos a la madre de M. en la cafetería. La niña, más tranquila, da buena cuenta de un croissant y un vaso de leche. Con el rímel derramado sobre sus mejillas y la nariz roja tiene algo de mimo triste. Casi no habla pero ya no llora. Su madre ni siquiera sabía que su hija tenía un novio. Un novio de unos días. Un novio varios años mayor. Con varias novias diferentes de fuera y dentro del centro. Un chico con mucho tiempo libre, sin duda.

Tras despedirlas en la puerta principal no dejo de preguntarme si yo era así, si sentía y sufría con esa absoluta falta de pudor y si olvidaba con esa rapidez imprudente. Y es una de esas ocasiones en las que a mí también me cuesta creer que no llegué a este mundo con tres décadas en los bolsillos.

Cuando llueve, parece que lloraran las nubes por un amor que las traicionó.

martes, 10 de noviembre de 2009

13. "Siempre hay un momento en la infancia en el que se abre una puerta...

¡Cómo crecen los niños! La primera vez que tienes en brazos a tu hija piensas en lo increíble que resulta que hace unas horas no estuviera y que ahora esté. Y no sólo que esté ahí, entre tus brazos, calentita y blanda, como un osito de gominola. Ahora todo tu mundo gira alrededor de una criatura tan pequeña, tan indefensa y débil… ¿Cómo vas a volver al trabajo en unos meses? que, al fin y al cabo son tan sólo semanas, es decir, ¡¡en unos días!! No puedes, no quieres dejarla en otras manos. No deseas despegártela del vientre y te gustaría fingir que, de alguna manera, sigue ahí dentro, ajena a este mundo malvado en el que ha aterrizado.

Y en un pestañeo ya balbucea, y dice antes papá que mamá, y empieza a gatear, a utilizar la mesita del salón como un asidero perfecto para ponerse en pie. Descubre a los Beatles y baila con Elvis como si hubiera nacido en los 50. Y camina. El abuelo se la lleva al parque con su triciclo. Cuando abres los ojos, tu niña ya está cogida de tu mano, frente al portón verde del colegio, el primer día de guardería. Y es que el tiempo no se detiene ni para tomar aliento. Ella aún no lo sabe, claro, pero en unos segundos llegarán los Reyes Magos, y en menos de una hora, las vacaciones de verano.

Esta niña que nunca llora, se despide de ti como si nada cambiara, como si no fuera un paso más lejano éste que la lleva al reino que tú conoces tan bien. No se pueden aprisionar las agujas de los relojes entre los dedos. Pero, ay, si se pudiera…


... y se deja entrar al futuro".

lunes, 9 de noviembre de 2009

12. "El odio es un medio, ...

A veces tengo miedo de que tú ya no sepas escucharme, de que no seas capaz de comprender aquello que te susurro, y de que la comunicación entre nosotros se vuelva una utopía. Entonces, sólo entonces, exponerme ante la pizarra ante vuestros cuarenta ojos curiosos se convertiría en una pesadilla.
No quiero pensar en las cortinas con los bajos por recoger, en que aún no he logrado que mis bizcochos venzan, a fuerza de levadura, a la ley de la gravedad; en las palabras que no le dije a aquel que se fue una noche y a quien aún espero, casi sin darme cuenta, sentada en el alféizar de mi ventana, redescubriendo las estrellas.
Aquí, en este universo de mesitas de plástico verde, con paredes lechosas y luces de neón; aquí yo soy la reina, soy quien lleva la batuta y dirije esta orquesta de desconcierto e indignación. Y si tengo que cerrar mi cartera, guardar el portatizas y dar un portazo, no lo dudes, yo lo haré. Quizá cuando me vaya te des cuenta de que me necesitas. Quizá cuando no esté contigo yo sienta que esto es lo mejor que sé hacer.
El día menos pensado me despertaré sin miedo. Y volveré.
... el amor es un fin".

domingo, 8 de noviembre de 2009

11. "No existen más que dos reglas para escribir.

Me mira S. con la inquietud de los catorce prendida de sus pestañas. Me mira expectante. Deseando que le responda a la cuestión crucial de la clase tediosa de sexta hora. Y yo, después de tantas clases saltando de mirada en mirada, no siento deseos de responderle a nada. Sonrío. Jugueteo con el lápiz. Finjo tomar nota de los nombres de las dos cotorras de última fila, que han dejado de fingir ser gatas en celo, han silenciado sus maullidos y ahora nos castigan los oídos con un cacareo insoportable de noches sin sueño y bocas mojadas.

Afuera aún no ha empezado a caer la nieve. Me planteo una salida al patio, saltando las verjas que protegen los jardines colindantes de las botas de montaña de nuestros alumnos. Sólo tendría que encontrar un hueco para introducir mi pie derecho. Me ayudaría de los brazos y en un instante me encontraría pisando la nieve virgen, inmaculada. En unas horas cubrirá cada prado para fundirse al amanecer, y fingirá que nunca ha ocultado las imperfecciones de la tierra seca, la maravilla de las flores que llevan a cabo su último combate contra el invierno.

Insiste S. en saber cómo puede redactar algo, un hecho que él nunca ha vivido. “Lo mío no es la imaginación, profesora. Yo soy más de que me pasen las cosas a mí y ya, si eso, contarlas”. No me enredan sus palabras-cebo para hacer que todos se distraigan de sus composiciones, así que me limito a señalar el reloj que descansa en mi muñeca. Tictac, tictac, me gustaría decirle. No sabes lo rápido que pasa el tiempo. Cómo se desliza entre los dedos de nuestras manos como arena seca. Y esta hora fría de un otoño que se ha disfrazado de infierno helado, no será ni un recuerdo dentro de unos meses o de unos años.

Recuerdo yo, sin embargo, los pequeños pupitres del colegio. Los corrillos de papelera, tajando cada uno nuestro lápiz del dos y compartiendo risitas y travesuras. La ausencia de Juan Ramón, que un día muy frío dejó su pupitre para irse a su casa, y que ya nunca más regresó. Los colores brillantes de su mochila, colgada en el respaldo de la silla durante días. La pregunta de una compañera: “¿Todos los niños van al cielo?”. Y el vacío. El vacío que nunca se nos llenó.

Suena el timbre. Todos embarullan sus redacciones sobre mi mesa. Salen apresurados, empujándose, gritándose no sé cuántas tonterías. S. me entrega su hoja el último, con poca convicción, deseando que no le pida que se la lleve a casa para que la revise. “Profesora, esto de las redacciones es un rollo. Yo preferiría no perder el tiempo en estas cosas. No hay de qué escribir. Yo no tengo nada que contarte”. Y sus palabras se van perdiendo por el pasillo, como un eco lejano que ya casi ni me roza. Le digo sin que pueda escucharme: “Imagina si se puede escribir de todo, que hasta yo podría escribir algo sobre ti”.

Tener algo que decir y decirlo".

sábado, 7 de noviembre de 2009

10. "Sólo se inventa mediante el recuerdo".

Hoy he tenido una rabieta y, como me sucede siempre, me ha entrado esa invasiva añoranza de aquello que nunca he tenido. Y es curioso cómo puedo echar de menos aquella ópera a la que no pude asistir por rompérseme un tacón, unos diez minutos y medio después de que una alcantarilla lo hubiera atrapado. El vino que nunca probé porque la botella, traviesa, se me deslizó entre las manos. El paquete de cigarrillos que tiré por el retrete en el instante fatal en el que decidí desterrar el humo de mi cuerpo y dejar de lavar las cortinas un par de veces al mes.

Y todo esto por tener que redactar documentos oficiales. Por jugar a ser abogada. Quizá sólo pasante. Por convertirme en estatua de mármol. Por abrir aquella puerta cerrada y percibir el aroma putrefacto de recuerdos prohibidos, de esos condenados al cajón del olvido, que no se deciden a emprender el viaje a tierras lejanas para no volver jamás.


Todo lo que añoro es nocivo para mi salud. Y todo es mentira.


No hay tacón que pueda tolerar, ni vino que no me haga arrugar la nariz.
Fumé cuando no tenía ni cortinas en mi cabeza.
Y hace siglos que dejé de preguntarme si tuve un cajón para olvidar.


Lástima que reservemos para ello toda nuestra creatividad.

viernes, 6 de noviembre de 2009

9. "Es una locura amar...

Qué difícil es decir te quiero. Decirlo de verdad. Sacarlo de las entrañas, así, caliente, palpitante, como la sangre que te corre por las venas. ¿Se puede decir te quiero con responsabilidad? Sin dar alas a quien nunca dejarías sobrevolar tu cielo, supongo. Los compañeros de café, con los que paseamos bajo la lluvia demasiado tiempo no suelen convertirse en amores de carne y hueso. Y si un día te despiertas con un sabor de boca desagradable, como de agua estancada que no quiso colarse por los sumideros después de una buena tormenta, sabrás de lo que te hablo.

Dicen las niñas de dieciséis que les sobran los “tequieros”. Que ellas los pintan en sus brazos como tatuajes de sangre azul sin ningún vestigio de cuento. Que lo teclean de forma obsesiva en sus móviles, tanto a primos, amigos, sobrinos, vecinos... como al pobre compañero de pasillo que intenta atisbar bajo su falda cuando salen a la pizarra. Y mis ojos silenciosos observan encendidos. También los hay con k, mucho más informales, más modernos, “es que son más cool, profe”. Y sonrío, como quien no sabe de qué va todo eso. Como si yo nunca hubiera bailado en esa fiesta. Aún puedo tararear su melodía, pequeña. Pero me guardo el secreto.

Los peores son los que se deben decir al ex que quiere ser tu amigo. Sí, aún eres importante para mí, ya no siento aquello pero quién sabe si podremos compartir una copa en el bar este sábado por la noche. Y nos diremos te quiero como si nos siguiera sabiendo a miel y no a garrafón y a un gloss barato. ¿Y le quieres así? Sí, sí, -veo la afirmación en sus pupilas- le quiero como a cualquiera. Somos muy libres. Nosotras somos de izquierdas.

¿Será que con la edad nos cuesta más sacarnos esas palabras de la boca? ¿Es que a los dieciséis están siempre en la punta de la lengua, todas cogiditas de la mano, dispuestas a salir de excursión al mínimo atisbo de calor? Tengo tanto que aprender…

... , a menos que se ame con locura".

jueves, 5 de noviembre de 2009

8. "He llegado por fin a lo que quería ser de mayor...

Cuando era niña me encantaba ver Barrio Sésamo. Entraba en el salón, bocadillo en mano, como quien estuviera invadiendo Polonia, y le gritaba a mi madre, que aún estaba descalzándose en el recibidor: “¡Correee, correee, que empiezaaaa!” Y en cuanto escuchaba los primeros acordes del tema inicial, me aleteaba el corazón dentro del pecho. En realidad no era el programa lo que me hacía llevar a mi madre desde el colegio hasta nuestra casa taconeando tanto que pareciera estar bailando flamenco. Yo estaba enamorada. Estaba locamente enamorada de Chema, el panadero, y lo estaba tanto como lo pudiera estar una niña de cuatro años, claro.

Algunas tardes mi fantasía me hacía pedirle su colaboración a mi madre que, al otro lado de un teléfono de plástico rojo, fingía ser Chema, mi panadero. Yo, con mi corazón-colibrí chocando contra mis costillas, le decía que era muy guapo y que me gustaba mucho. Le preguntaba si yo le gustaba a él. Y algo fundamental: ¿por qué era panadero? ¿No le iría mejor ser médico o músico? ¿Escribir cuentos? No se parecía nada a los panaderos que yo conocía. Aunque tampoco conocía a demasiados médicos, por no decir que no conocía a ningún músico o escritor. El caso es que Chema tenía alma de poeta. Y la niña que fui, se escondía bajo la mesa de café a soñar que los príncipes azules a veces se disfrazan de las cosas más curiosas y, al fin y al cabo, un panadero puede ocultar cualquier otra naturaleza. ¿Con cuántos príncipes no podría cruzarme por las calles sin sospechar siquiera de su azul clásico?

Aunque Barrio Sésamo ha cumplido los cuarenta y Chema falleció en 2008 dejando viuda a la actriz que le daba vida a Espinete, aún me emociona recordar cómo mi abuelo preguntaba: “¡Anda! ¿De quién serán estos zapatitos que sobresalen por debajo de la mesa?” Provocando las risas mal contenidas de la niña que vive, seguro, en algún lugar dentro de mí.

... Un niño".