domingo, 20 de diciembre de 2009

24. Qué grande es ayudar al débil...

E. está leyendo una rima de Bécquer en clase. Con su voz tierna de niña que finge no saber nada aún de la carne y sus placeres le da un aire tan infantil, tan inocentón, que a veces resulta demasiado azucarado. Le recomiendo que piense, para inspirarse, en algún actor guapísimo, en el chico que le gusta, en el amor de su vida que está esperándola a la vuelta de la esquina. Sus diecisiete años me miran cabreados. No les gusta que les digan lo que hacer, que les hablen del amor o que los hagan pasar por no iniciados en el tema carnal. Se enfada y deja de leer, ni mal ni bien. El silencio me invita a preguntarles por qué es la pasión un tema tabú para ellos. El primero en responderme, V., siempre entra al trapo de cualquier discusión para soltar cuatro tonterías malpensadas, soliviantar al resto del aula y reventarme la clase. Así que le corto antes de que diga la primera insensatez y le pregunto a A., mucho más sensato para intervenir en los debates. “Los que han hecho algo, no lo van a decir por vergüenza y por si se enteran sus padres. Y los que no… por no hacer el ridículo. Supongo”. Se ríe V. con su círculo de palmeros entregados a hacerle la pelota. “V. – le pregunto- ¿te ríes porque estás entre el primer grupo?”. No me escucha porque está pensando la forma de dejar en ridículo al pobre A., como siempre, y responde decidido: “No, no, yo no”. Le sonrío, enseñando el colmillo. “Ya me parecía a mí, V., ya me lo parecía a mí”. A. rompe a reír sin poder contenerse y el resto del grupo se va uniendo poco a poco. V. se cabrea: “Profesora, no puedes decir nada de mi vida privada. ¡Nada!”. “Pero si tú lo dices todo, V. – le respondo encantada- Procura no darnos tanta información. ¿No te das cuenta de que no podemos digerirla sin indigestarnos?”.
... a crecer hasta volverse gigante".

miércoles, 16 de diciembre de 2009

23. Humo y ceniza.

A pesar de que dejé de fumar antes de cumplir los diecinueve, hoy tengo el día tonto y me acerco al estanco como si no fuera a comprar nada o como si no fuera realmente para mí. Y regreso a casa con un trozo de pasado metido en una cajita de latón. Abro la puerta excitada, me descalzo a toda prisa y me tumbo en el sofá, cenicero sobre la tripa. Enciendo uno, buscando una reminiscencia de otros tiempos, el recuerdo de aquellos con los que compartí humo e inquietudes, aquel fumador que nunca quiso oírme hablar de romper con el tabaco, hasta que fui yo quien rompí con él.

Fumar es malo. Mata. A veces lo hace a golpe de recuerdos.

sábado, 12 de diciembre de 2009

22. Despierta de tu sueño, princesa,...

Se casa R. convencida de su buena suerte. Desde luego, parece mentira lo que cambia la gente de opinión según se les vaya presentando la vida. Cuando era estudiante de Pedagogía no dejaba de insistir en su tremenda vocación, en su interés en irse a un país del Tercer Mundo –nunca nos dijo a cuál-, y enseñar a toda criatura viviente a leer y escribir. Porque ¿qué clase de percepción del mundo puede tener un niño que no sepa eso? El tema de la alimentación y el de la sanidad no eran tan preocupantes porque, según ella, todo, absolutamente todo radica en la educación. Y me temo que lo que pretende con esta boda-castigo es enseñarnos a todos cómo una mujer inteligente puede perder totalmente la cordura.

Mi primera sorpresa llegó cuando L., el novio, nos dijo que la mayor ilusión de R. era ser ama de casa y tener muchos niños. Nos explicó que su familia –joyeros durante varias generaciones- era muy tradicional y que nunca hubiera aceptado una boda que no tuviera esos aires clásicos. Además, era una suerte encontrar a una mujer con esa buena formación – Licenciatura, tres idiomas, varios cursos de formación complementaria y un máster casi terminado- y que no tuviera ninguna aspiración profesional. ¿Qué tendrá este tipo?, pensé yo.

La segunda sorpresa fue el padre del novio. Un señor muy elegante, de esos que saben llevar el pañuelo de raso en el bolsillo y que, para estar por casa, se calzan un batín con toda elegancia. Nos presentó a su compañera. ¿Compañera? Sí, sí, porque el caballero había dejado a su mujer hacía unos cinco años y se había ido a vivir con la compañera, una treintañera monísima, quizá un poco cargada de oro para mi gusto. “¿No decías que en tu familia erais muy tradicionales?”, le pregunto sin poder contenerme. R. me mira aterrorizada. Me saca de la habitación y me pide por favor que me calle, que no le estropee la boda, que es la ilusión de su vida, etc., etc. Y yo callada, callada. Como si fuera una muñeca de trapo.

Hubo varias sorpresas más –y las que nos quedan todavía, presumo- pero R. está, como ya he dicho, convencida de su buena suerte. Y lo explica con una naturalidad pasmosa, aludiendo a sus sueños juveniles. Y es que, ¿acaso ella no puede enseñar a leer y escribir a sus propios hijos? ¿No puede explicarles que hay un Tercer Mundo para que ellos acudan en su ayuda en forma de médicos o ingenieros? Y, en el peor de los casos, si sus hijos encuentran a una chica y pueden tener una buena boda, ¿no es eso algo que puede traer grandes cosas a la humanidad?

A esta R. la han deslumbrado con el brillo de los diamantes de sus joyerías y nos ha perdido totalmente el juicio. Rogamos que vuelva en sí antes de la boda del siglo porque, si lo hace después, se volverá realmente loca y no sabemos si ese estado será ya reversible.
... antes de que pueda hacerse realidad".