lunes, 31 de mayo de 2010

60. “Que no quiero borrachos, ni locos de atar. Ningún mamarracho que me haga llorar.

Y luego me dirán que cuando una mujer lee a Luis Alberto de Cuenca – tan y tan citado por estos mares - , en una cafetería. acompañada de un té blanco y jugueteando con las páginas algo ajadas del volumen de Renacimiento, está libre de grandes peligros; dado que se encuentra en un lugar público, rodeada de personas que pueden acudir en un auxilio en caso de necesidad o incluso que cuenta con la opción siempre adecuada de salir corriendo.

Pues se equivocan damas y caballeros. Hasta mi mesa en penumbra, apartada de las ancianas que meriendan destripando a personajes del colorín y altos ejecutivos, comerciales o el pasante de un despacho de tres al cuarto se entretienen con sus blackberries o con sus corbatas o su pelo, se tiene que acercar un tipo de estos extraños, periódico en mano que, a pesar de ver que ya estoy leyendo, me pregunta si quiero leer la prensa, es más, ante mis negativas, insiste el hombre con cierto apasionamiento porque “pasan en el mundo muchas más cosas de interés que en un mal libro de poemas”.

Dejemos las opiniones personales sobre la poesía –tendríamos mucho que decir si nos metemos en esos jardines, señor del periódico. Para empezar, a las siete de la tarde ya están digeridas las noticias de ese ejemplar y casi, casi lo mejor que yo podría hacer si me interesara saber que van a publicar en la prensa local de una ciudad provinciana como la nuestra, sería llamar a L. y que me contara con qué abren mañana o, para continuar, más rápido y barato, pedir la clave wifie a la amable chica de la cafetería y acceder a cualquier edición online.

Pero no puedo evitar que ese chirrido desagradable me retumbe en los oídos como si fuera la reina malvada, transfigurada en bruja, que le ofrece la manzana envenenada a Blancanieves porque, ¿a quién puede interesarle el mundo exterior si no le interesa el mundo que late dentro de él? ¿Quién puede preocuparse por los goles o por la declaración populista de tal político si no es capaz de compartir sentimiento como el, el odio, el desprecio, la desgana, la desidia o incluso la ira.

Ahí siguió un rato más, periódico en mano, mientras yo jugaba a ignorarlo como se hace con los niños malos que se manchan las manos de tinta y no se las lavan antes de pedirse y comerse un pincho.

… Ni chicos perdidos buscando a mamá ni tipos muy finos que luego te la dan”.

viernes, 28 de mayo de 2010

59. En la vida, todo vuelve, todo vuelve….


Una siempre quiere conocer los porqués. Y le pide a la vida respuestas, perspectivas diferentes que le ayuden a comprender. Pero la vida, siempre sabia, te enfrenta con una situación similar en la que tú estás en la otra orilla y... entonces lo ves todo diferente, y se hace tan complicado no cometer los mismos errores que cometieron contigo...

Si le culpabas de haber jugado, ¿acaso estarás jugando tú? Si le reprochaste su confianza, su cercanía... ¿no eres cercana tú también? ¿No le abrazas y le escuchas, le preguntas y te interesas por cada detalle que tiene que ver con él? Y te sientes prisionera de los errores que cometieron y cometes, intentando quizá no errar en lo más importante, no hacer daño en lo fundamental. Aunque una parte de ti te dice que la mayor herida ya estaba hecha incluso antes de que tú dijeras nada. Antes de que tú lo supieras, tan siquiera.

Me miras de esa forma extraña, mezcla de los ojos que admiran los cuadros en los museos, de la mirada ilusionada de los niños en los parques y de esa emocionada que acompaña a las buenas noticias. Me gustaría ser mejor. Ser diferente. Hablar menos, poder entenderte más. Me gustaría llegar a esos rincones a los que nadie llega y hacer que se te olvidaran tus mil dolores pequeños. Pero sólo soy yo. Sólo yo. Y me siento en el suelo de mi habitación con esas hojas escritas por ti entre mis manos, herida por tu dolor, el dolor que he causado yo. Es imposible no ver al otro lado del espejo, no sentir que hubo un momento en el que otro se sentó con mi realidad y sintió los daños causados. En la vida todo vuelve. Todo vuelve. Todo.


Y ya siento que no haya podido darte ni mi querer ni mi consuelo, tan si quiera una firme amistad. Todo lo derrumbó el terremoto obsesivo de tu amor. Quizá algún día olvidemos –o no – y visitemos nuestra Pompeya.




Aunque quizá no como se marchó.

miércoles, 26 de mayo de 2010

58. Sueño.

Qué lástima que no haya flores
sobre la tumba de nuestro olvido.


Paseo por el mercadillo con mi madre pisándome los talones, comentando vidas ajenas y colgada de su teléfono móvil. Todos los puestos llenos de colores, los olores a inciensos y ese sol de primavera que lo inunda todo. Parpadeo. No puede ser. ¡Es él! Está colgando un par de camisas blancas de un burro de metal. Se da la vuelta para marcharse y yo, sin pensarlo, corro tras él. Le alcanzo ya en la calle de atrás. Le llamo. Se gira. Por un instante pienso que va a marcharse sin decirme nada, que no se acordará de mí... pero me mira y yo encadeno tres preguntas sin dejarle responder. Y le sonrío.

Tiene el pelo más largo que de costumbre, no con un aspecto desaliñado, es como si sencillamente se lo hubiera dejado crecer un poco más. Se lleva las manos a la cabeza, se peina en un gesto tan suyo que hace que me estremezca. Entonces me doy cuenta de que está sudando, tiene mala cara. Me acerco y le toco la frente. "Tienes fiebre. ¿Estás enfermo?" Y me atrae hacia él y yo le miro a esos ojos que se acercan... y me besa. Cuando abro los míos me doy cuenta de que estamos en una habitación pequeña, algo oscura y con la puerta entreabierta. Sigue abrazándome y me besa en el cuello con desesperación. Yo intento balbucear algo... pero es inútil.

Cuando se sienta un momento, aprovecho la ocasión para preguntar qué fue lo que le sucedió entonces. "Era por ella. Yo ya se la había presentado a Aarón". No entiendo demasiado, no sé quién es Aarón pero parece evidente que ha fallecido. Apoya su cabeza sobre su puño cerrado, en la mesa. "¿Y lo de tu padre?". Oigo sus sollozos y la respiración entrecortada por las lágrimas. Le abrazo. "Ya pasó. Estoy aquí". Y se vuelve, me abraza y se cobija en mi cuerpo. Le acario el pelo. Sonrío. Le beso como a un niño, mientras se calma poquito a poco. "Esta tarde puedo decir que tengo una boda. Podemos vernos a las 18.45 y estar juntos". Pienso en decirle otra hora. Pienso en que yo iré en vaqueros. Pienso en que mi madre no va a creer que haya pasado esto... Pero acepto.


Y justo entonces... me despierto.

lunes, 24 de mayo de 2010

57. “Alguien me dijo que se había ido/ fuera de la ciudad. Y volví a verle…

Vamos caminando del brazo, riéndonos del mundo que tenemos alrededor. Julia me va explicando la historia de algunos edificios mientras yo me quito las gafas de sol para ver mejor los colores de los azulejos modernistas y los rostros de las cariátides. Es maravilloso pasear así. Entre la historia. Entre recuerdos. Además, me ha prometido que no iremos a ningún sitio en el que pueda sentirme incómoda o mal, nada que me pueda sobresaltar y echar a perder esta tarde de sol y charla. Y es que la ciudad puede ser mil ciudades distintas si te acompañan unos ojos que saben ver esa multiplicidad.

Me detengo ante un escaparte que me es familiar y recuerdo que ahí es justamente donde me he comprado mi último bolso. Se lo muestro a Julia que me comenta no sé qué de los bordados y los brocados. Yo estoy bastante distraída. Hace unos minutos que ha empezado a molestarme un pie y le propongo entrar a tomar algo en el próximo local que encontremos. “Te duele tanto? ¿No aguantas hasta mi casa?”. La miro con un mohín de protesta y justamente en ese instante veo la puerta de una sidrería. Le sonrío mientras camino de espaldas, sin dejar de mirar cómo me observa sorprendida.

Elijo una mesa hacia la mitad del lugar y antes de sentarme ya tengo al lado a un camarero muy simpático que nos pregunta qué deseamos tomar. Julia pide dos descafeinados con hielo y se sienta apartando el servilletero y doblando la carta para colocarla justo debajo. Retomamos la conversación hasta que nos sirven, momento en el que me ausento al baño para ver mi posible herida que, al final, no es más que una rozadura. A mi regreso, Julia está de cháchara con el camarero que se vuelve a la barra en cuanto me siento. “¿Necesitabas algo?” Julia me dice que no, que quería preguntar si había que reservar mesa para cenar los fines de semana porque a su marido le gustaría. “Bien”. Y le cuento, entre sorbo y sorbo, las andanzas de esta semana, comentamos nuestras últimas lecturas y alguna preocupación habitual. La sidrería se va llenando y poco a poco, casi sin darnos cuenta, tenemos que ir alzando cada vez más la voz para poder escucharnos.

Se ilumina la pantalla de su móvil y se la señalo con el dedo. Ella me hace un gesto con la mano, señalándome la alianza y responde. Su marido le pregunta sobre la ubicación de unos gemelos y yo, que empiezo a aburrirme, decido confeccionar un cubito con una servilleta. Alargo la mano y atraigo el servilletero hacia mí, con la carta aún debajo. Y tiro de la primera servilleta que coloco estirada sobre la mesa para empezar a realizar los pertinentes dobleces. De pronto, el corazón me da un vuelco al ver el nombre de la calle. Intento respirar con calma pero al leer el nombre de la sidrería me mareo. Levanto la vista y me encuentro con la cara desencajada de Julia que parece preocupada ante mi reacción. Dirá que sólo es un lugar, que no tiene por qué aparecer por la puerta... Que ha sido cosa mía entrar. Pero ella sigue blanca como una de las paredes y mira hacia la barra. Me dispongo a levantarme, a salir corriendo hacia alguna parte cuando mis ojos coinciden en el mismo punto que los suyos y me siento de golpe, colapsada.

Allí está. No le veo la cara pero su remolino me lo dice todo. Es él. Está hablando con alguien a quien no puedo ver porque su propio cuerpo me lo impide. Giro la cabeza. No me lo puedo creer. Esto es demasiado. Vuelvo a mirar. ¡Dios mío! Metro sesenta, pelo castaño, ojos rasgados, esa nariz, su complexión... La miro y me cuesta creerlo. “Yo tengo ese vestido”. Julia está mirándonos a los tres y tampoco parece creérselo. “Vámonos”. Cojo mi bolso, me pongo en pie y nos dirigimos a la puerta. En la salida me vuelvo hacia ella. Aún no me lo creo. “¿La has visto?” Julia asiente. “Es como..., como...”. Julia parpadea, se vuelve, la mira de nuevo y me dice: “Es igual que tú”. Nos detenemos a observarles. Yo veo como se dirige a ella, su forma de gesticular, de tocarse el pelo y de posar sus ojos en su escote descaradamente. Ella ni se da cuenta y continúa hablando y sonriendo. “No es como yo”. Las dos nos miramos. “¿La conocías? ¿Sabes cómo se llama?”. Julia se encoge de hombros mientras me susurra al oído un qué importa que amortigua su voz pronunciando un nombre. Me giro instintivamente y le miro. Él la mira a ella que se aleja hacia los baños, mientras le muestra su bolso, elevándolo sobre las cabezas de la gente. Julia me pide disculpas por haberme dejado entrar aquí. Yo salgo a la fría noche como un autómata. “Todo el mundo tiene un doble en algún lugar... Yo lo que encuentro más desagradable es que el tuyo esté precisamente a su lado. Pero eso confirma mis teorías. ¡Ella es como tú... dentro de más de una década! ¿No es eso suficiente confirmación de todo lo que te he estado diciendo?” Oigo la voz de Julia a lo lejos, casi como si no fuera conmigo toda esta historia. Quiero que se haga el silencio de una vez. Por hoy ya he tenido suficiente.
… cuando no estaba ya”.

viernes, 21 de mayo de 2010

56. Mujeres V

Abro el libro desganada. Con los años mi letra ha cambiado, mi vocación se ha esfumado. Antes escribía cada día con la esperanza de que al siguiente pudiera contar un regreso. Ahora vuelvo cada página buscando el momento exacto en que se marchitó mi esperanza. No lo encuentro. Nunca lo he encontrado. Es como si mis vocales se hubieran aliado con las consonantes y entre todas hubieran devorado el instante en el que yo admití que nunca más diría nunca más, mientras abría un libro para contar que nunca más volvería. Es lo malo de los regresos. A veces nunca se producen y los diarios esperan muertos de paciencia a que sus dueñas les cosquilleen sus líneas para contarles que sigue lloviendo en la ciudad.

miércoles, 19 de mayo de 2010

55. Mujeres IV

La mujer más fiel es aquella que sabe guardar silencio de sus deslices. No hay mujer fiel. No hay fidelidad en este cuerpo. No hay fidelidad salvo en el alma. Un día descubrí que podían mis ojos ir por libre, desbocarse como caballos, que podía perder el rumbo, soltar las riendas, sentir, aún sin moverme, como hasta el cabello se me alborotaba al viento por el galope. La infidelidad enrojece las mejillas, da brillo a los ojos, rejuvenece todo el cuerpo. Sin embargo la fidelidad te condena a un peregrinar eterno tras aquel que te liberó.

lunes, 17 de mayo de 2010

54. Mujeres III

¿Sabes quién tiene la culpa de esas lágrimas? ¿Sabes quién bebe el vino de la tarde de otros labios? ¿Lo sabes? ¿Quién es el que sonríe, el que se deja seducir, guiar hasta su cama? ¿Quién es ese que te tortura con su indiferencia? ¿Ese que juega a golf con las muchachas? Tú y yo lo sabemos. Es Él. El único. El que importa. El que no tiene por qué esperarte, ni regalarte, ni adorarte… Él. Ese que nunca se borrará de tu recuerdo. Del que conservas el teléfono en tu bolso, escondido tras tus tarjetas viejas. El que hace que sonrías cuando estás triste, el que te acompaña cuando estás sola, en el que piensas cuando descubres un libro de poemas. Y en mitad de la noche, dejando al ignorante de tu marido en su séptimo sueño, te alejas sumergida en vidas más reales y felices en las que Él espera, regala y te adora.

viernes, 14 de mayo de 2010

53. Mujeres II

Yo nunca lloro. Soy una mujer fuerte. Siempre lo he tenido claro. Siempre he peleado por todo, he reído demasiado. Pero yo nunca lloro. Nunca. No me creas cuando te digo que nunca lloro. No me creas. A veces miento. Miento porque no me gusta mi vida, porque me gusta adornar lo que nunca he sido. Miento por ese afán perfeccionista que heredé de esa tía francesa que nunca tuve. Miento. Me lo enseñaron los libros, los personajes de los cuentos. Un día conocí a un hombre. Conocí un sueño. Un día yo le dije que yo nunca miento. Que yo nunca lloro. Yo no soy así. El tiempo lo cambia todo. Él me conocía. Conocía estas calles, esta ciudad inmunda de las madrugadas, de los silencios colmados de palabras, de los baños sin ropa en San Lorenzo. Él conocía todos mis secretos. Y yo le dije la verdad. Yo nunca miento. Las palabras se llenan de mentiras, de candados de llaves perdidas. Cerraduras del tiempo. Yo nunca miento. Yo nunca miento.

miércoles, 12 de mayo de 2010

52. Mujeres I

A veces siento que esta ciudad me absorbe, que me devora, que no me deja respirar. Salto de la cama, abro la ventana y enciendo una esperanza dentro de mi corazón. La calle está desierta. La noche está vacía. Todo lo que tiene vida en esta ciudad de muertos está latiendo dentro de mi pecho. La oscuridad lo cubre todo, lo llena todo, hace que el tiempo se haga una burbuja llena de tinieblas. Respiro. Respiro. Lo hago consciente de que la vida se esfuma, de que los sueños tienden a romperse. Un coche se pierde, su sonido invade mi insomnio, mi cuarto, agita mis libros que descansaban sobre un sillón. A veces siento que mi vida esto, que sin palabras mi mundo no existe, que sin la luz estaríamos solas la soledad y yo, tu ausencia y yo, mi miedo y yo, la muerte y yo.

Y esta ciudad. Esta ciudad inmensa, pequeña, obstinada, llena de tí, con nada de mí, sembrada de pasos marcados, de días perdidos, de noches sin juicio, mañanas oscuras y tardes, tardes, tardes de versos, de sueños, de promesas, de silencio.

lunes, 10 de mayo de 2010

51. Yo sé lo que ve cuando te mira.

Yo sé lo que ve cuando te mira,
esos ojos oscuros, llenos de misterio,
las largas pestañas
ese bosque de silencio.
La nariz que se arruga con la risa.
La boca de rosa, dichosa de la alegría.

Yo sé lo que ve cuando te mira,
Esas palabras de amor que le dedicas,
tus suspiros de agua,
la frescura de la fuente de tu risa;
esa perpetua risa que es como la lluvia
para nuestra edad de sequías.

Yo sé lo que ve cuando te mira,
mas no sabes que sé lo que tú no ves al verle a él.
Sólo son un puñado de años,
un puñado de tazas de café
que se amontonan en el fregadero.
Y la vida que sigue, y sigue…
Y nunca se detiene a esperar.

Yo sé lo que ves cuando le miras.
Guardaré el secreto de tu risa.


Para aquel que corrió el riesgo cardíaco de enamorarse de una niña tan joven, tan joven, que aún le creía sus historias para no dormir y le reía hasta las lágrimas todas las bromas. Nada dura para siempre pero… ¡cómo gozaste mientras duró!

viernes, 7 de mayo de 2010

50. Mi expulsión del paraíso.


Este es un texto antiguo, bastante en realidad. Quiero que esta entrada número cincuenta sea para J.R., que no llegó a disfrutar y a sufrir la adolescencia, que nos dejó mil recuerdos imborrables en los pocos años que sus pies corrieron sobre la tierra y que me dejó grabado el recuerdo de su eterna mochila fluorescente sobre la estantería, sin que su madre quiera acudir a recogerla. Para ti, campeón.

Hay un momento en nuestra infancia en el que somos expulsados de Nunca Jamás, ese lugar de juegos y aventuras en el que vivimos mientras somos inconscientes de la doble cara de la vida. Todos tenemos un instante en el que nos vemos de pronto, sin dolor pero con rabia, fuera del paraíso. Y nos contemplamos a nosotros mismos como si no nos reconociéramos en nuestro reflejo. Yo soy el mismo. Me gusta reír. Sí, sí, pero nunca más te saldrá la risa desde ahí adentro, nunca más verás el mundo con aquellos ojos despreocupados y libres, ¿entiendes? La vida no será la misma. Y tú tampoco la vivirás igual. Quizá algún día seas valiente y recuperes el mapa del tesoro en los ojos de tu hijo. Quizá puedas volar de su mano y regresar a Nunca Jamás.

Yo tenía sólo trece años y pasaba un verano interminable en el pueblo. Mi principal preocupación era encontrar animalitos, correr por las eras y reírme con Luis. Vivíamos a unas seis casas y nuestras familias pasaban las noches de tertulia en su patio. Desde mi jardín a su puerta había seis rosales que cada mes de agosto parecían languidecer mientras el sol los acariciaba... los golpeaba. Yo recorría el camino fijándome en las piedras planas, en las rocas rotas, en el polvo que levantaban las bicicletas de los que se marchaban de excursión al río. Llegaba a la puerta y antes de llamar siempre me acercaba para escuchar los ruidos de la casa. Oía a Magda que regañaba a Pedro por saltar sobre las camas, a Pepe que estaba inquieto repasando en voz alta las definiciones de las palabras que le faltaban para terminar su crucigrama. Y a Nieves, la pequeña, que balbuceaba entre gateos y lloros, intentando siempre escaparse de la valla protectora del pasillo de abajo. Luis era el silencio. Nunca se le oía ni decir ni hacer nada. Pero nunca estaba quieto. Solía escribir frente a la ventana del cuarto de sus padres, por ser la más iluminada y la que tenía mejores vistas del jardín. Yo saludaba con un gesto a la madre, al padre y a sus hermanos, y me deslizaba hasta la habitación sintiendo el frescor de los gruesos muros de blanco impoluto. Lo hacía con todo el sigilo, con todo el cuidado... pero él siempre me descubría y al llegar yo al quicio de la puerta, Luis ya había guardado los cuadernos y me esperaba con gesto divertido.

Salía corriendo de la casa. A veces yo resbalaba por el camino y me caía al suelo, sentada, y ante su cara preocupada, yo rompía a reír sin poder evitarlo. Luis saltaba las vallas de los campos, capturaba lagartijas y seguía a las hormigas hasta encontrar su casa. Nos subíamos a los árboles para cantar a la luna cuando empezaba a caer la tarde. Y regresábamos por el camino entre risas, empapados, con los gritos de fondo de algún aldeano enfadado tras descubrirnos dentro del pilón y ver toda el agua derramada. Yo entraba a casa sin despedirme y me iba quitando los pantalones cortos y la camiseta de tirantes mientras subía por las escaleras. Los arrojaba al cesto de la ropa sucia desde la puerta y festejaba mi buen tiro con un salto. Me secaba el pelo, me ponía ropa seca y bajaba al banco de la tapia, para contar las estrellas juntos antes de cenar.

"¿Nunca me vas a decir que me quieres?". Y enrojecía desde las mejillas hasta la raíz del pelo. Nunca diría que no te quise. Que no te quiero un poquito todavía. Pero entonces, tan pocos años... no podía decirte nada más. Y a los quince ya no estabas para declararte. El otoño fue complicado, el invierno te mostró que no había cuenta atrás. Y no hubo donaciones ni trasplantes, no hubo más lunas que mirar. Tu madre me abrió la puerta destrozada y yo no podía creer que fuera verdad. Te busqué en el silencio del río, en el de las fuentes de la plaza; entre ese silencio atronador que se hizo en tu casa, entre tus hermanos y tus padres. Subí al cementerio a ver las piedras blancas, de blanco lunar como tú decías. Pero yo no pude verte en ninguna. No pude. Me tumbé entre la tierra llorando, muerta de frío en agosto y llena de miedo, y de angustia, de impotencia... Por la noche llegué a casa tan cansada y triste, tan serena y plena de realidad que no me reconocía. Me senté en el banco de la tapia a mirarte. A verte contando estrellas. Y entonces me di cuenta de que ya nunca nada volvería a ser igual.
¿Podrá un pensamiento alegre volver a hacerme volar?
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Para Juan Ramón,
In Memoriam.

miércoles, 5 de mayo de 2010

49. Menos mal que has vuelto...

Te cambias de silla para estar más cerca de mí y tiras del plato de tu café hasta que se queda a tu altura. “Es que me gusta tenerte cerquita”. Y te ríes. Te ríes así, sin miedo, con ese sonido abierto, franco, cristalino. Y yo me río contigo. No lo puedo evitar. A veces siento que te sigo a todas partes, que voy imitando tus gestos, que escucho tus sonidos en los ruidos del mundo... A veces siento que este amor me consume las neuronas y terminará por hacerme enloquecer. Pero no... Ante cualquier tropiezo, ahí estás tú. Tus manos blancas, las palmas abiertas, marcadas por las historias de tantas idas y venidas, de tantos días, meses y años. Yo dejo caer mis manos cansadas en ellas y me recogen, me reconfortan, hacen que sienta que ese lugar es mi casa, mi hogar. Y te inclinas hacia mí, los ojos entrecerrados, y apoyas tu cuello en mi hombro y, después, tu frente en mi cuello. Y suspiras. ¿Puede cualquier sonido hacerme así de feliz?

Yo me pregunto cómo es el mundo que ves cuando abres esos enormes ojos cada mañana. Qué te dicen a ti los pájaros y las flores, cómo ves los colores de los cuadros y eliges las imágenes para confeccionar los collages de tu agenda. Yo sólo te veo a ti. ¡Sólo...! Y me asusta ver el reflejo de toda la humanidad en cada gesto tuyo, en cada palabra, en cada sonrisa, en cada mohín. Eres tan humana... tan deliciosamente humana como este amor. Cierro los ojos. Puedo verte sentada a mi lado, con la mente en cualquier otra parte, soñando con piratas, libros perdidos, un código... pero aquí. Puedo sentir tu presencia, tu inconfundible olor a rosas y el ir y venir de tus manos que, como mariposas inquietas, anotan un verso, suben un dobladillo o vuelven a su lugar a un rizo rebelde. Todo, todo. Todo es tu huella en mí.

Y cierras los ojos en tu cama, en tu mundo. Y yo me tumbo en el suelo de mi habitación, otro universo. A veces pienso que me gustaría quererte menos... para poder amarte más. Locuras. Tonterías que nunca te llegaré a contar. Sólo eso, confesiones sueltas de alguien que es feliz. Sólo es feliz. Y eso... es gracias a ese latido que siento rítmico aquí dentro, dentro, dentro... dónde estás tú.
... porque el mundo no sería Mundo sin ti.

lunes, 3 de mayo de 2010

48. Hace tiempo yo también fui carne de bolero.

Abro tu mano intentando que veas - de una vez por todas- el universo que cobijan sus líneas. Dibujo con mis dedos el paisaje de la alegría de la infancia perdida y te cuento entre sonrisas lo hermosa que será la vida que te espera si aprendes a correr riesgos necesarios, a jugarte tus latidos a una sola apuesta. Me pides que te explique, un tanto alterado, cómo puede la gente llorar cuando muere el padre de Simba. Rompemos a reír como si el tiempo se hubiera detenido y desde aquí mismo, al lado de la lavadora, yo aún puedo escuchar nuestras risas nerviosas.

El comienzo de aquella historia no nos gustaba. Yo me contenía mientras hablaba con Carla por teléfono, pero tú no podías dejar de protestar ante la desigualdad social y el clasismo. “Porque creo en la igualdad de clases”. Y me lo decías tan terriblemente convencido que yo no podía dudar ni por un instante que nuestras cenas y las charlas no estaban dentro de tus ideales, que me veías como a tu igual, tu compañera. Esa Campanilla que te regala pensamientos alegres para que puedas volar y regresar a los lugares que más has amado, junto a las personas que supieron leer las líneas de tus manos y no quisieron conocer cifras o balances, apellidos o color de tu sangre.

Mi reloj de pulsera se ahoga entre segundos cuadriculados. Siento que no puedo escapar de este ambiente asfixiante en el que tú y yo nadamos a contracorriente para que nadie descubra que ha sucedido algo irreparable. Luchamos contra los elementos, luchamos contra nosotros mismos... yo me muero. Lorca reposa en mi mesita de noche y me mira con languidez. Hoy no puedo leer nada. No me siento con fuerzas para realizar otro viaje. ¿Fuimos juntos a alguna parte? Tu madre me mira aún desde el otro extremo de la mesa y me tiende la mano con fingida cortesía. Ahí es cuando mi vestido de espejos se agrieta y comienzan a partirse mis imágenes de colores. Lo nuestro se diluye en el material del que se construyen los sueños, la magia... y los boleros.
“Nunca más oiste tú hablar de mí,
en cambio yo seguí pensando en ti”.