lunes, 8 de marzo de 2010

36. "El hombre no puede saltar fuera de su sombra".

Dice A. que ya es hora de ir pensando en boda, que no se llevan ya los noviazgos eternos aunque se corteje ya sin cortejo y compartiendo techo. Me ha enseñado vestidos de novia y unos diamantes en talla princesa que ha ido recortando de aquí y de allá. "¿No te gustan? ¿No te gustan?" Me pregunta intrigada. Y la verdad es que me encantan porque huelen a cuento de hadas, con princesa preciosa y príncipe encantado. Me gustan, sí, pero me hacen sentirme mayor. Ya sé que estoy engañándome jugando a ser Peter Pan, pero imagino esa alianza como un fardo de responsabilidades que hará que me salgan patas de gallo. Y eso que ya se ha casado aquel primer amor que guardo entre las páginas de mi libro de poemas de Benedetti, como si se tratara de una violeta.

¿Qué tendrá el matrimonio que me espanta de esta forma, que me produce este vértigo intestinal que sube hasta mi garganta y hace que se me reseque la boca? Es la palabra misma. No me fascina como me sucede con otras tales como libélula o caleidoscopio, y eso, claro, ya me condiciona. A. insiste en que es una buena idea casarse y me narra con detalle las últimas bodas a las que ha acudido. Intercambiamos anécdotas de ceremonias poco convencionales a las que asistimos como invitadas. Nos distraemos buscando en la red restaurantes y contemplando las opciones de sus jardines y salones. Hacemos bromas con los nombres de algunos platos poco convencionales e imaginamos el cuadro abstracto que será imposible de comer, por extraño y hermoso. No puedo dejar de darle vueltas y aunque deseo preguntar y romper este velo de frivolidad, no me atrevo a cruzar nuestra frontera invisible. ¿Por qué es tan importante para ti la boda? ¿Tan importante fue para ti la tuya propia? Pero guardo silencio y me rio del acento francés con el que estamos leyendo los menús de un palacete del siglo XVI, con jardín renacentista y pianista incluido en el precio.



Desgraciadamente, la mujer, tampoco.