lunes, 15 de marzo de 2010

39. "Casi siempre disculpamos lo que logramos comprender".

Leíamos a Petrarca en la clase de Literatura en mi último curso del instituto. La profesora, en su último año como docente, nos señalaba con su dedo huesudo, indicando sin decir ni una palabra, quién quería que leyera el siguiente poema. Todos estábamos en tensión para no perdernos. En ocasiones señalaba a algún compañero a mitad de una poesía y el pobre infeliz, que no había escuchado cómo pasábamos la página, abordaba de nuevo el primer verso de la composición mientras el rostro afilado de la P. - la llamábamos por su apellido- iba volviéndose más y más roja por momentos.

Esta mañana cuando me disponía a leer en clase aquello de "Nunca de amaros yo dejé hasta ahora,/ señora, ni lo haré mientras viva", para analizar la influencia de la poesía italiana en la lírica de Garcilaso de la Vega, me encontré con cuatro alumnos mirando por las ventanas, otros dos que se estaban pasando una nota, un grupo que empezaban una pelea de corrimiento de mesas y el resto, que no había traído el libro y protestaba a voz en grito porque pretendían que se suspendiera la clase por falta de materiales. Sólo tres niñas del fondo levantaban las manos, agitándolas como si así pudieran apartar el jaleo que nos asfixiaba en en el aula. Una de ellas me gritó con una voz de barítono algo cascada: "¡Que hables más alto, que no se te oye!".

Así que dejé dormitando libro, con el poema descansando sobre mi cuaderno de notas y me pregunté cómo estaría la P., si añoraría la enseñanza y si aún nos recordaría. Y por qué no reconocerlo, también pensé en lo que hubiera hecho ella con esta jauría que nunca se emocionará con unos versos ni escribirá una carta de amor, que no sentirá respeto por nadie, ni siquiera por uno mismo, y que no conocerá la piedad.

Observo el enjambre, dejo que su zumbido se convierta en sinfonía y releo el poema una y otra vez, una y otra vez.

... ¿Les perdonaré algún día?