viernes, 7 de mayo de 2010

50. Mi expulsión del paraíso.


Este es un texto antiguo, bastante en realidad. Quiero que esta entrada número cincuenta sea para J.R., que no llegó a disfrutar y a sufrir la adolescencia, que nos dejó mil recuerdos imborrables en los pocos años que sus pies corrieron sobre la tierra y que me dejó grabado el recuerdo de su eterna mochila fluorescente sobre la estantería, sin que su madre quiera acudir a recogerla. Para ti, campeón.

Hay un momento en nuestra infancia en el que somos expulsados de Nunca Jamás, ese lugar de juegos y aventuras en el que vivimos mientras somos inconscientes de la doble cara de la vida. Todos tenemos un instante en el que nos vemos de pronto, sin dolor pero con rabia, fuera del paraíso. Y nos contemplamos a nosotros mismos como si no nos reconociéramos en nuestro reflejo. Yo soy el mismo. Me gusta reír. Sí, sí, pero nunca más te saldrá la risa desde ahí adentro, nunca más verás el mundo con aquellos ojos despreocupados y libres, ¿entiendes? La vida no será la misma. Y tú tampoco la vivirás igual. Quizá algún día seas valiente y recuperes el mapa del tesoro en los ojos de tu hijo. Quizá puedas volar de su mano y regresar a Nunca Jamás.

Yo tenía sólo trece años y pasaba un verano interminable en el pueblo. Mi principal preocupación era encontrar animalitos, correr por las eras y reírme con Luis. Vivíamos a unas seis casas y nuestras familias pasaban las noches de tertulia en su patio. Desde mi jardín a su puerta había seis rosales que cada mes de agosto parecían languidecer mientras el sol los acariciaba... los golpeaba. Yo recorría el camino fijándome en las piedras planas, en las rocas rotas, en el polvo que levantaban las bicicletas de los que se marchaban de excursión al río. Llegaba a la puerta y antes de llamar siempre me acercaba para escuchar los ruidos de la casa. Oía a Magda que regañaba a Pedro por saltar sobre las camas, a Pepe que estaba inquieto repasando en voz alta las definiciones de las palabras que le faltaban para terminar su crucigrama. Y a Nieves, la pequeña, que balbuceaba entre gateos y lloros, intentando siempre escaparse de la valla protectora del pasillo de abajo. Luis era el silencio. Nunca se le oía ni decir ni hacer nada. Pero nunca estaba quieto. Solía escribir frente a la ventana del cuarto de sus padres, por ser la más iluminada y la que tenía mejores vistas del jardín. Yo saludaba con un gesto a la madre, al padre y a sus hermanos, y me deslizaba hasta la habitación sintiendo el frescor de los gruesos muros de blanco impoluto. Lo hacía con todo el sigilo, con todo el cuidado... pero él siempre me descubría y al llegar yo al quicio de la puerta, Luis ya había guardado los cuadernos y me esperaba con gesto divertido.

Salía corriendo de la casa. A veces yo resbalaba por el camino y me caía al suelo, sentada, y ante su cara preocupada, yo rompía a reír sin poder evitarlo. Luis saltaba las vallas de los campos, capturaba lagartijas y seguía a las hormigas hasta encontrar su casa. Nos subíamos a los árboles para cantar a la luna cuando empezaba a caer la tarde. Y regresábamos por el camino entre risas, empapados, con los gritos de fondo de algún aldeano enfadado tras descubrirnos dentro del pilón y ver toda el agua derramada. Yo entraba a casa sin despedirme y me iba quitando los pantalones cortos y la camiseta de tirantes mientras subía por las escaleras. Los arrojaba al cesto de la ropa sucia desde la puerta y festejaba mi buen tiro con un salto. Me secaba el pelo, me ponía ropa seca y bajaba al banco de la tapia, para contar las estrellas juntos antes de cenar.

"¿Nunca me vas a decir que me quieres?". Y enrojecía desde las mejillas hasta la raíz del pelo. Nunca diría que no te quise. Que no te quiero un poquito todavía. Pero entonces, tan pocos años... no podía decirte nada más. Y a los quince ya no estabas para declararte. El otoño fue complicado, el invierno te mostró que no había cuenta atrás. Y no hubo donaciones ni trasplantes, no hubo más lunas que mirar. Tu madre me abrió la puerta destrozada y yo no podía creer que fuera verdad. Te busqué en el silencio del río, en el de las fuentes de la plaza; entre ese silencio atronador que se hizo en tu casa, entre tus hermanos y tus padres. Subí al cementerio a ver las piedras blancas, de blanco lunar como tú decías. Pero yo no pude verte en ninguna. No pude. Me tumbé entre la tierra llorando, muerta de frío en agosto y llena de miedo, y de angustia, de impotencia... Por la noche llegué a casa tan cansada y triste, tan serena y plena de realidad que no me reconocía. Me senté en el banco de la tapia a mirarte. A verte contando estrellas. Y entonces me di cuenta de que ya nunca nada volvería a ser igual.
¿Podrá un pensamiento alegre volver a hacerme volar?
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Para Juan Ramón,
In Memoriam.