lunes, 24 de mayo de 2010

57. “Alguien me dijo que se había ido/ fuera de la ciudad. Y volví a verle…

Vamos caminando del brazo, riéndonos del mundo que tenemos alrededor. Julia me va explicando la historia de algunos edificios mientras yo me quito las gafas de sol para ver mejor los colores de los azulejos modernistas y los rostros de las cariátides. Es maravilloso pasear así. Entre la historia. Entre recuerdos. Además, me ha prometido que no iremos a ningún sitio en el que pueda sentirme incómoda o mal, nada que me pueda sobresaltar y echar a perder esta tarde de sol y charla. Y es que la ciudad puede ser mil ciudades distintas si te acompañan unos ojos que saben ver esa multiplicidad.

Me detengo ante un escaparte que me es familiar y recuerdo que ahí es justamente donde me he comprado mi último bolso. Se lo muestro a Julia que me comenta no sé qué de los bordados y los brocados. Yo estoy bastante distraída. Hace unos minutos que ha empezado a molestarme un pie y le propongo entrar a tomar algo en el próximo local que encontremos. “Te duele tanto? ¿No aguantas hasta mi casa?”. La miro con un mohín de protesta y justamente en ese instante veo la puerta de una sidrería. Le sonrío mientras camino de espaldas, sin dejar de mirar cómo me observa sorprendida.

Elijo una mesa hacia la mitad del lugar y antes de sentarme ya tengo al lado a un camarero muy simpático que nos pregunta qué deseamos tomar. Julia pide dos descafeinados con hielo y se sienta apartando el servilletero y doblando la carta para colocarla justo debajo. Retomamos la conversación hasta que nos sirven, momento en el que me ausento al baño para ver mi posible herida que, al final, no es más que una rozadura. A mi regreso, Julia está de cháchara con el camarero que se vuelve a la barra en cuanto me siento. “¿Necesitabas algo?” Julia me dice que no, que quería preguntar si había que reservar mesa para cenar los fines de semana porque a su marido le gustaría. “Bien”. Y le cuento, entre sorbo y sorbo, las andanzas de esta semana, comentamos nuestras últimas lecturas y alguna preocupación habitual. La sidrería se va llenando y poco a poco, casi sin darnos cuenta, tenemos que ir alzando cada vez más la voz para poder escucharnos.

Se ilumina la pantalla de su móvil y se la señalo con el dedo. Ella me hace un gesto con la mano, señalándome la alianza y responde. Su marido le pregunta sobre la ubicación de unos gemelos y yo, que empiezo a aburrirme, decido confeccionar un cubito con una servilleta. Alargo la mano y atraigo el servilletero hacia mí, con la carta aún debajo. Y tiro de la primera servilleta que coloco estirada sobre la mesa para empezar a realizar los pertinentes dobleces. De pronto, el corazón me da un vuelco al ver el nombre de la calle. Intento respirar con calma pero al leer el nombre de la sidrería me mareo. Levanto la vista y me encuentro con la cara desencajada de Julia que parece preocupada ante mi reacción. Dirá que sólo es un lugar, que no tiene por qué aparecer por la puerta... Que ha sido cosa mía entrar. Pero ella sigue blanca como una de las paredes y mira hacia la barra. Me dispongo a levantarme, a salir corriendo hacia alguna parte cuando mis ojos coinciden en el mismo punto que los suyos y me siento de golpe, colapsada.

Allí está. No le veo la cara pero su remolino me lo dice todo. Es él. Está hablando con alguien a quien no puedo ver porque su propio cuerpo me lo impide. Giro la cabeza. No me lo puedo creer. Esto es demasiado. Vuelvo a mirar. ¡Dios mío! Metro sesenta, pelo castaño, ojos rasgados, esa nariz, su complexión... La miro y me cuesta creerlo. “Yo tengo ese vestido”. Julia está mirándonos a los tres y tampoco parece creérselo. “Vámonos”. Cojo mi bolso, me pongo en pie y nos dirigimos a la puerta. En la salida me vuelvo hacia ella. Aún no me lo creo. “¿La has visto?” Julia asiente. “Es como..., como...”. Julia parpadea, se vuelve, la mira de nuevo y me dice: “Es igual que tú”. Nos detenemos a observarles. Yo veo como se dirige a ella, su forma de gesticular, de tocarse el pelo y de posar sus ojos en su escote descaradamente. Ella ni se da cuenta y continúa hablando y sonriendo. “No es como yo”. Las dos nos miramos. “¿La conocías? ¿Sabes cómo se llama?”. Julia se encoge de hombros mientras me susurra al oído un qué importa que amortigua su voz pronunciando un nombre. Me giro instintivamente y le miro. Él la mira a ella que se aleja hacia los baños, mientras le muestra su bolso, elevándolo sobre las cabezas de la gente. Julia me pide disculpas por haberme dejado entrar aquí. Yo salgo a la fría noche como un autómata. “Todo el mundo tiene un doble en algún lugar... Yo lo que encuentro más desagradable es que el tuyo esté precisamente a su lado. Pero eso confirma mis teorías. ¡Ella es como tú... dentro de más de una década! ¿No es eso suficiente confirmación de todo lo que te he estado diciendo?” Oigo la voz de Julia a lo lejos, casi como si no fuera conmigo toda esta historia. Quiero que se haga el silencio de una vez. Por hoy ya he tenido suficiente.
… cuando no estaba ya”.