domingo, 8 de noviembre de 2009

11. "No existen más que dos reglas para escribir.

Me mira S. con la inquietud de los catorce prendida de sus pestañas. Me mira expectante. Deseando que le responda a la cuestión crucial de la clase tediosa de sexta hora. Y yo, después de tantas clases saltando de mirada en mirada, no siento deseos de responderle a nada. Sonrío. Jugueteo con el lápiz. Finjo tomar nota de los nombres de las dos cotorras de última fila, que han dejado de fingir ser gatas en celo, han silenciado sus maullidos y ahora nos castigan los oídos con un cacareo insoportable de noches sin sueño y bocas mojadas.

Afuera aún no ha empezado a caer la nieve. Me planteo una salida al patio, saltando las verjas que protegen los jardines colindantes de las botas de montaña de nuestros alumnos. Sólo tendría que encontrar un hueco para introducir mi pie derecho. Me ayudaría de los brazos y en un instante me encontraría pisando la nieve virgen, inmaculada. En unas horas cubrirá cada prado para fundirse al amanecer, y fingirá que nunca ha ocultado las imperfecciones de la tierra seca, la maravilla de las flores que llevan a cabo su último combate contra el invierno.

Insiste S. en saber cómo puede redactar algo, un hecho que él nunca ha vivido. “Lo mío no es la imaginación, profesora. Yo soy más de que me pasen las cosas a mí y ya, si eso, contarlas”. No me enredan sus palabras-cebo para hacer que todos se distraigan de sus composiciones, así que me limito a señalar el reloj que descansa en mi muñeca. Tictac, tictac, me gustaría decirle. No sabes lo rápido que pasa el tiempo. Cómo se desliza entre los dedos de nuestras manos como arena seca. Y esta hora fría de un otoño que se ha disfrazado de infierno helado, no será ni un recuerdo dentro de unos meses o de unos años.

Recuerdo yo, sin embargo, los pequeños pupitres del colegio. Los corrillos de papelera, tajando cada uno nuestro lápiz del dos y compartiendo risitas y travesuras. La ausencia de Juan Ramón, que un día muy frío dejó su pupitre para irse a su casa, y que ya nunca más regresó. Los colores brillantes de su mochila, colgada en el respaldo de la silla durante días. La pregunta de una compañera: “¿Todos los niños van al cielo?”. Y el vacío. El vacío que nunca se nos llenó.

Suena el timbre. Todos embarullan sus redacciones sobre mi mesa. Salen apresurados, empujándose, gritándose no sé cuántas tonterías. S. me entrega su hoja el último, con poca convicción, deseando que no le pida que se la lleve a casa para que la revise. “Profesora, esto de las redacciones es un rollo. Yo preferiría no perder el tiempo en estas cosas. No hay de qué escribir. Yo no tengo nada que contarte”. Y sus palabras se van perdiendo por el pasillo, como un eco lejano que ya casi ni me roza. Le digo sin que pueda escucharme: “Imagina si se puede escribir de todo, que hasta yo podría escribir algo sobre ti”.

Tener algo que decir y decirlo".