miércoles, 11 de noviembre de 2009

14. "It can´t rain all the time"

Entra M. en el aula de informática envuelta en lágrimas, como una damisela en apuros, con los gestos apresurados y las mejillas arreboladas. Entre sollozos, dibuja algunas palabras para una de sus amigas que, consternada, intenta abrazarla sin demasiado éxito. El resto del aula mira a la pareja protagonista y, de vez en cuando, me mira a mí, esperando alguna reacción, la que sea, cualquiera que les sirva para criticar por los pasillos mi postura ante lo acontecido a primera hora, la del sueño, la de las serpientes académicas, los bulos y las primicias sobre las biografías del profesorado que, sin la menor duda, se propagarán en los cambios de clase durante el resto de la jornada.

El caso es que M. me produce ternura porque, aun habiendo captado a penas retazos a carboncillo, el boceto de su conversación húmeda, a media voz y entre los jadeos y la respiración entrecortada, sé lo que le sucede. Y lo veo reflejado en las miradas del resto de sus compañeros, conocedores ya de la noticia. Y sé, desde ese mismo instante, que mi reacción no les interesa tanto como el hecho de descubrir si yo soy capaz de enterarme de lo que ha pasado.

Qué puedo deciros, M. y compañeros… ¿Acaso creéis que los adultos nos caemos de los árboles con tres décadas en nuestros bolsillos? ¿Que no entendemos de emociones y no sabemos descifrar lágrimas jeroglíficas? No son las penas adolescentes de tan difícil discernimiento. Nada de eso haría que me ganara vuestro favor en este asunto. Y tampoco lograría recuperar la atención de ninguno de vosotros para la sesión de hoy.

Así que le pregunto a M. si desea ir al baño, si se siente mejor y si desea compartir con nosotros la causa que ha motivado su entrada, como si de una protagonista de folletín se tratara. Me preguntan qué es un folletín. Les invito a abrir sus navegadores y comprobarlo. Espero respuestas. Las comentamos. M. empieza a relajarse. Parece que la treta funciona. Y siguen investigando acerca de autores y obras, les pregunto si reconocen las características del folletín en algún elemento de los medios de comunicación actuales. Inician una nueva búsqueda, interrumpida por el timbre que indica el final de la clase.

Les escucho recoger más lentamente que en otras ocasiones mientras observo cómo fuera ha dejado de llover y los alumnos de Primer Ciclo salen de los vestuarios con el cabello empapado, corriendo y riendo, hasta que los pierdo de vista. M. se acerca y deja caer su carpeta sobre mi mesa a modo de saludo. “Me encuentro muy mal. Quiero irme a casa”. Rompe a llorar de nuevo mientras me explica: “Mi novio está con L. de 1ºB. Todo el instituto lo sabe... ¿Cómo voy a mirarles a la cara?”.

Escuchamos el timbre de segunda hora sin oírlo, mientras esperamos a la madre de M. en la cafetería. La niña, más tranquila, da buena cuenta de un croissant y un vaso de leche. Con el rímel derramado sobre sus mejillas y la nariz roja tiene algo de mimo triste. Casi no habla pero ya no llora. Su madre ni siquiera sabía que su hija tenía un novio. Un novio de unos días. Un novio varios años mayor. Con varias novias diferentes de fuera y dentro del centro. Un chico con mucho tiempo libre, sin duda.

Tras despedirlas en la puerta principal no dejo de preguntarme si yo era así, si sentía y sufría con esa absoluta falta de pudor y si olvidaba con esa rapidez imprudente. Y es una de esas ocasiones en las que a mí también me cuesta creer que no llegué a este mundo con tres décadas en los bolsillos.

Cuando llueve, parece que lloraran las nubes por un amor que las traicionó.